El gobierno
aprueba la séptima ley educativa de la democracia.
Si señores
ya van siete, y no se va a quedar aquí, pues nadie duda que cuando haya un
nuevo cambio de signo en el gobierno de nuestro país, sumaremos una nueva ley a
nuestra colección.
No quiero
entrar a debatir los pormenores de esta ley, sus puntos negativos y sus puntos
positivos (que alguno debe tener), sino a mostrar mi más profunda indignación
como ciudadano de a pie y padre de una niña en edad escolar, sobre la falta de acuerdos,
o el escaso interés del partido en el poder, en intentar llegar a ellos a la hora de realizar una ley de esta vital importancia.
La educación
debe de ser una prioridad para el estado, pues de ella depende la formación de
los ciudadanos del mañana, de los responsables de guiar el futuro de nuestro país.
Es por esto
que resulte indignante que en una sociedad civilizada, en pleno siglo XXI,
sigan prevaleciendo los criterios partidistas a la hora de sacar adelante una
ley de este calado social. No importa que no haya un consenso con la comunidad
educativa, ni con el resto de los partidos políticos.
¿Qué clase
de imagen educativa estamos cuando creamos una ley, que desde antes de su
puesta en funcionamiento ya tiene a la mitad del país divido?
Y lo que es
peor, cuando no se ha hecho nada para intentar llegar a un acuerdo que al menos
satisfaga en parte al resto de los implicados.